Un banquete al lado de E. L. James, Stephenie Meyer y Paulo Coelho.
Me siento a la mesa y gustoso recibo la carta que el
mesero me ofrece. Tenían mucha razón, en este restaurante se puede comer lo que
uno quiera. Vaya, que este lugar es recomendado y a la vez repudiado, porque en
la misma página conviven un sabroso filete de salmón con salsas asiáticas y una
pinchurrienta bolsa de papas fritas. No es para tanto, se los aseguro, pero de
todos modos me dio por pensar que tienen sus razones. Creo que es obvio que
unas papas fritas no son lo mismo que una ensalada, o que un panqué con mucho
chocolate y azúcar te aporta lo mismo que comer ceviche. Ahí está la cuestión.
¿Cómo saber que algo que yo coma me va a hacer daño?
O, en su caso ¿Cómo saber que va a aportar muy poco o nada a mi alimentación?
Pues hay muchos expertos. Algunos
son científicos, médicos, otros tantos expertos naturistas. Se puede recurrir a
ellos en cualquier momento para saber qué es lo que nos conviene. Sería muy
extraño que yo no haya probado una hamburguesa, pero supongamos que alguien
nunca en su vida la haya probado; quiere saber si es una buena inversión de tiempo
y dinero comer lo que, dicen, es comida basura.
Para mi sorpresa, a mi lado se sienta mi buena amiga
(y digo amiga porque quiero suponer
que no es John Travolta vestido de mujer) E. L. James. Me paro, la saludo y
acomodo la silla para que se siente. La observo mientras muerde un extremo de
sus lentes y ve lo que ofrece la carta. Escogió la hamburguesa, ¿quién lo iba a
decir? No son tan malas (ni tan insalubres) si las haces en tu casa, allí
puedes hacerlas a tu gusto, a diferencia de las que se fabrican en las grandes empresas de comida rápida; parecen de
plástico, están hechas en cadena, tienen poca verdura y cuando te las terminas en
realidad ni te llenan. Se podría
decir que son como los libros que conforman la saga de Cincuenta sombras de Grey, excepto por lo de la verdura. A
propósito de esta comparación, recuerdo una escena del primer libro, que alguna
vez me leyó E. L. James. Casi termina el capítulo 20, Grey ha prometido contar
algo de su pasado, Anastasia y él han tenido un sexo lleno de acción y
perversión, y después ella nos narra:
No se entretiene con más besos dulces, sino que se levanta, me tapa con el edredón y se mete en el baño. Cuando vuelve, trae un frasco de loción blanca. Se sienta en la cama a mi lado.
—Date la vuelta —me ordena y, a regañadientes, me pongo boca abajo.
La verdad, no sé para qué tanto lío. Tengo mucho sueño.
—Tienes el culo de un color espléndido —dice en tono aprobador, y me extiende la loción refrescante por el trasero sonrosado.
—Déjalo ya, Grey —digo bostezando.
—Señorita Steele, es usted única estropeando un momento.
—Teníamos un trato.
— ¿Cómo te sientes?
—Estafada.
Suspira, se tiende en la cama a mi lado y me estrecha en sus brazos. Con cuidado de no rozarme el trasero escocido, vuelve a hacerme la cucharita. Me besa muy suavemente detrás de la oreja.
—La mujer que me trajo al mundo era una puta adicta al crack, Anastasia. Duérmete.
Dios mío… ¿y eso qué significa?
— ¿Era?
—Murió.
— ¿Hace mucho?
Suspira.
—Murió cuando yo tenía cuatro años. No la recuerdo. Carrick me ha dado algunos detalles. Solo recuerdo ciertas cosas. Por favor, duérmete.
—Buenas noches, Christian.
—Buenas noches, Ana.
Y así termina el capítulo. Cuando me lo leyó eché
una carcajada, preguntó el porqué y tuve que mentir diciéndole que me había
acordado de un chiste de Berto Romero. Creo que ya quedó claro lo de la
hamburguesa ¿no? Así como ahorro dinero en cadenas de comida rápida, ahorro mi
tiempo leyendo alguna de esas joyitas.
No me había dado cuenta de que Stephenie Meyer
estaba a unas mesas de distancia. En el instante en que he volteado hacia su
lugar, un mesero le ha dejado enfrente una orden de pollo frito. Ese alimento nunca me ha gustado y estoy
orgulloso de decir que nunca me gustará, a menos que Meyer gane el Premio Novel
de Literatura. Cualquier escritor se deprime/encabrona con eso.
¿Conoces el pollo frito? También lo venden en esas
cadenas de comida rápida de las que hablaba. El pollo frito está bien seco,
tiene mucho condimento, no te dura nada y cuesta mucho dinero, considerando que
es más sencillo hacerlo en tu casa, tal y como, dicen por ahí, es la trilogía
de Crepúsculo. Por supuesto que no he leído ninguno de los libros, pero el otro
día pasaron la película por la tele. Seguro habrá alguien que piense ahora
mismo “¡Eso no vale! ¡Leer el libro no es
lo mismo que ver la película porque el director le quitó muchas partes!” Y
lo que pienso yo es que, de ser así, le hizo un gran favor a Meyer.
¿Por qué Crepúsculo es tan mala obra? Seguro ya te
lo han contado: tiene una historia demasiado previsible; los únicos recursos de
la escritora son una serie de cursilerías intragables; está enfocada a un público adolescente (si
bien cualquier obra es una carta al lector, yo veo ahí, más que a una
escritora, una máquina de estafar a la chamacada) y que podría estar mejor
narrada por tu prima la quinceañera. Yo la verdad no veo con malos ojos que los
vampiros no sólo mueran, si no que brillen expuestos a la luz del sol, pero si
así lo prefieres puedes incluir eso en la lista.
Bueno, ¿para qué comer pollo frito cuando te puedes
echar una caldito de pollo? ¿Para qué leer o ver Crepúsculo cuando tienes
libros como El misterio de Salem’s Lot
o películas como Nosferatu?
Me enfoco de nuevo en leer el menú y luego recuerdo
algo que pasó una semana atrás. Iba caminando por la calle y me encontré a
Paulo Coelho, parado afuera de una fuente de sodas en Suiza… la calle Suiza, cerca
del metro Portales. Él estaba adquiriendo unas Alitas a la BBQ, esa chuchería
que apenas tiene carne, quién sabe si te aporta algo, están de moda y es uno de
esos gastos hormiga que le encanta
tener a la gente. Son iguales que toda la obra de Paulo Coelho o Carlos Cuauhtémoc
Sánchez.
Con las Alitas BBQ no me meteré, porque sus más
fieles amantes se molestan si alguien les dice que siempre están consumiendo la misma tontería. Como sea, no lo verán.
Espero que nadie venga a decirme mis verdades o que quiera hacerme recapacitar
sobre la comida chatarra; todo lo anterior no lo digo yo, lo dicen los
nutriólogos. Tampoco me gustaría que alguien venga a decirme: ¡Falacia! ¡Falacia! ¡Falsa analogía!
Porque en realidad no he sacado ninguna conclusión, tú puedes comer lo que quieras,
o ¿qué? ¿Creíste que hablaba de literatura?
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