jueves, 20 de octubre de 2011

El rocío después de tu mirada

Un recuerdo.
Recuerdo su mirada.
Una mirada.
Esa mirada intensa que los libros de psicología me insisten en aclarar que es la primera de la que me enamoré.
Mirada que en ese momento, en este recuerdo, era de odio pero con una pizca de amor.
Un amor masoquista que sólo puede pertenecer a los ojos de una madre.
Un recuerdo.
Su mirada.
Ese día, tarde veraniega de primaria, mi mamá se enteró de que falté con unas tareas que eran vitales. Cuando llegué a la casa no me la acabé. Su mirada.
Tenía en sus pupilas ese amor protector pero sin duda, la rabia de saber que no era bien correspondido. No sé controló, tres minutos hablando con ella y me dio una cachetada. Un recuerdo.
Recuerdo que viré mi cuello, enojado, pensando en decir unas cuantas de mis verdades. Una mirada.
Tal vez tengo amnesia o no sé completamente que fue lo que pasó. Recuerdo. Recuerdo todo lo que aprendí de ella. ¿Escuela? No estoy muy seguro, todo lo he aprendido fuera de las aulas y cuando no había escuela que me enseñara mi mamá siempre estaba ahí. Hoy soy lo que mi madre me ha enseñado, fui por ella, soy por ella.
Igual no te lo preguntas pero, ¿qué tengo yo?, estoy tan enojado conmigo mismo, estoy tan frío, tan triste, y en ocasiones aún más serio de lo acostumbrado, con la mirada perdida. Aún escribiendo esto no sé como expresarte el amor que le tenía a mi jefecita y todo el que seguiré sintiendo. Pero siento, siento amor.
Un recuerdo, una mirada, el amor,  el amor masoquista de una madre y al final no correspondido. Ahora vuelve a mi todo lo que sucedió. Me dio la cachetada, no cualquiera, una muy fuerte, la miré furioso, no pensé. Su mirada ahí. Con lágrimas en los ojos y con furia acumulada le ladré:

¡Eres mala! ¡Ojalá algún día te fueras de aquí!
Me miró. No recuerdo, tenía tan solo 10 o 11 años.
El último recuerdo.
La misma mirada. Pero era ya una mirada con cicatrices, ya envejecida. Hace tan sólo un año.
Estábamos ella, mi papá y yo en la sala de emergencias, no en la de espera, en la fea, en la fúnebre, en la que los quejidos son más fuertes que los latidos del corazón. Estábamos dentro.
Se estaba quejando mi mamá sobre el mal servicio, sentada en una silla de ruedas.
Es tan raro escribir sobre esto, me miró raro, como examinándome.
Sus recuerdos. Mi mirada. La mirada nueva, la que surgió de ella.

¿Me quieres? ¿Verdad?
Me dijo y jaló aire con su garganta, provocando un sonido extraño. ¡Doctora! grité sin pensarlo dos veces. Una doctora y un doctor, con caminar vacilante ordenando a camilleros que la montaran en una cama. ¡Le falta el aire! grité pero de nada sirvió. La doctora con total tranquilidad me dijo: si si si. Y ya.
Yo volteé a mi madre, sin querer mi mirada, con lágrimas en los ojos la vieron, nunca quisieron ya borrar... borrar ese recuerdo. Mi madre agonizante. Mi papá casi tuvo que golpearme para sacar mi cuerpo de la sala.
Silencio. Ni un recuerdo. Ni una mirada. El baño y yo viendo que había ya descompuesto el inodoro de tantas patadas que le había dado. Salí y estaba ahí mi hermano, oyendo mis furiosas reacciones. Suplicante me preguntó ¿Que pasó con mamá?
Un recuerdo. Ojalá le pudiera haber contestado. Ojalá me hubiera podido despedir con un te quiero.
Nadie aprecia las miradas, hasta que ya no vemos los ojos.


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